lunes, 11 de febrero de 2013

Bahanamak y la llegada de la nutria

Vivían en el paraíso. Bahanamak era nada más y nada menos que eso. Todas las noches, la brisa del mar salía de su rincón submarino para llevar a los enamorados furtivos las cartas que habían sido olvidadas en botellas verdes desde tiempos inmemoriales, con un dulce olor a rosas doradas únicas en el mundo. Ella, costurera de oficio, y él, pescador no por cliché sino porque le daba la gana. Allí, los árboles frutales nacían ante las buenas intenciones, al igual que las hortalizas ante los pasos de los niños,  por lo que buscar el sustento no era necesario en tanto se viviera con buena actitud y se conservara la inocencia. 
Allí, se podía caminar al fondo del mar sin ahogarse, porque para eso ya les bastaba y sobraba con los ahogados de otros puertos que, de vez en cuando, llegaban flotando a sus costas, y al ver la hermosura de las mismas, resucitaban solo para pedir que los enterraran en la isla y se morían completamente felices arrullados por el canto de la sirenas, que solo cantaban en los funerales voluntarios. Cada vez que aparecía un ahogado nuevo, todo el pueblo se reunía para llevarlo a la cuesta de los ahogados, y darle un santo entierro, porque eso significaba un manantial nuevo con agua pura, que sabía a los más nobles sentimientos de aquel o aquella que acababan de enterrar. 

Ella adoraba la brisa nocturna y sus historias de canciones; él, por su parte, amaba perderse entre las profundidades del mar por horas, saludando a los peces, corales, tiburones y al ocasional monstruo marino, rescatando las perlas más hermosas para adornar su casa. Se amaban con simpleza y con locura, porque se habían visto y se habían querido desde el primer día, sin razón, sin conocimiento de sí mismos y sin excusas.  No recordaban cuando habían llegado sus antepasados, ni sabían cuando se irían. La isla parecía adaptarse a sus necesidades según sus familias se hacían más grandes o más chicas, y la tasa de muertes y nacimientos era constante, teniendo el como increíble resultado que la población siempre fuera la misma. Ya sea por coincidencia o suerte, siempre reconocían en el recién nacido las maneras de aquel o aquella que acababa de morir, fuese por la reencarnación, o porque cada moribundo elegía donar a aquel que había de nacer, todas sus virtudes y lavarle todos su defectos. De alguna forma, todos los niños que nacían, lo hacían de familias distintas, y si había dos nacimientos simultáneos, uno sería niña y el otro niño, para evitar los matrimonios consanguíneos. 

Todos eran hermosos, con la piel de una hermosa tonalidad dorada, como sus rosas, y los ojos de un verde amarillo centelleante que emitían luz propia. Gracias a ello, podían ver en la oscuridad y comprender a los gatos en sus correrías nocturnas, lo cual reducía significativamente el número de felinos calados por baldes de agua fría en las madrugadas. 

Nunca nadie vivo había llegado a la isla, ni había intentado salir de ella, porque era perfecta.  Nunca hacía mucho calor ni mucho frío, y el sol no quemaba la piel. La música sonaba con una armonía inquebrantable según el ánimo de los habitantes, y a veces, cuando por los poros les salía el silencio, hasta el mar se alejaba para que pudieran disfrutar de completa quietud. No había sentido del tiempo, y lo mismo podía ser hoy que mañana, porque cada quién vivía su vida según le placiera. Todos tenían oficios distintos, sin opacarse  entre ellos, pero sin desatender a aquellos que solicitaban su ayuda. Es así como fue Bahanamak hasta la llegada de la nutria. 

jueves, 7 de febrero de 2013

Don Jerónimo

Ayer, mientras cubríamos a ruta usual de regreso a mi casa, justo en el semáforo donde siempre lo encontramos, estaba don Jerónimo. Nosotros hablábamos de las eventualidades de la vida, que si la economía, que si los cambios, que si era bueno o no quedarse en en país, a raíz de la situación actual de nuestra sociedad enferma y torturada... Y allí estaba él, parado en un arriate en medio de una transitada calle, con los ojos cerrados, y las manos abiertas hacia el cielo, a las nueve de la noche, sosteniendo su gorra de todos los días, rezando, dando gracias, supongo, porque había logrado vender todos los panes que suele llevar en un bolso verde que ahora cuelga de su hombro, vacío. Me quedé en silencio por un momento. No sabía cómo continuar mi argumento y mis quejas frente a una persona tan agradecida, tan sencilla, tan llena de esa vida que me falta al ver como se consume mi Guatemala...Me sentí bien, bien porque él me dio una lección, y mal, porque aún siento dentro del mi el remordimiento de no estar haciendo todo lo que puedo para cambiar la vida de muchas personas que sufren, y porque no estoy siendo suficientemente agradecida. Él, don Jerónimo, un anciano que debería dormir la mona en su casa todas las tardes, sale a trabajar porque...Porque sus hijos lo abandonaron, porque mantiene a sus nietos, porque ayuda en su comunidad...no sé por qué; pero pese a que trabaja arduamente todos los días, tiene tiempo y voluntad para dar gracias, para sonreír, para dar bendiciones a todo el que pasa. Gracias a él, por ser una llama que no se apaga. Me recuerda un cortometraje que vi cuando niña de un grupo que llevaba unas velas encendidas. Su velas eran sumergidas en agua, sopladas, encerradas, y nunca dejaban de brillar. A ellos los metían presos, les quitaban todo, los torturaban, y no dejaban de cantar, de sonreír y de mantener vivo ese fuego. Ahora me doy cuenta que era el fuego mismo de la vida, el soplo divino que ardía en su interior, y estoy tratando de avivar el mío.
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Don Jerónimo ya no está. Murió por una enfermedad que no pudo curar. Esto es muchos años después de la historia original. Pero me pareció un tributo digno a su memoria publicarlo.